20/9/12

Saltar o no saltar. Esa es la cuestión.

Escribiendo la guía de viaje de Ecuador que pronto saldrá a la venta (¿?) y al llegar al apartado en donde me toca hablar de la ciudad de Baños, recordé un acontecimiento que todavía queda resonando en mi cabeza.
Baños es una conocida por su belleza natural y por la posibilidad que ofrece en la práctica de deportes extremos.



Una de las actividades que más adrenalina ofrece es el Puenting. Se trata de un deporte a través del cual uno salta (amarrado de un arnés por supuesto) dejándose caer unos 15 metros a un precipicio de 90 metros.

Uno de los chicos argentinos que había conocido, se había tirado y nos mostraba el video de semejante hazaña. Los dos que estaban conmigo dieron un grito casi al unísono en el que expresaban sus ganas de tirarse. Ya lo sentían, ya vibraban y ya lo habían decidido: se iban a tirar también.



Yo estaba paralizada, totalmente, de pies a cabeza, me seducía la idea de tirarme y tener una gran historia para contar en la posteridad, para vanagloriarme e inflar el pecho mientras daba cátedra de lo valiente que había sido en aquel momento. Sin embargo no estaba segura. La experiencia resultaba extremadamente tentadora, el desafío era inmenso, pero había un pero.

Procuré acercarme al puente para mirarlo, ya con otra óptica, para investigarlo, como si una decisión como ésta debiera ser racional. Al asomarme los 90 metros de altura se hicieron interminables, el río que por debajo corría inmenso. Veía serpientes saliendo de él y me miraban, amenazantes, custodiando su hábitat, el agua se había convertido en fuego. Me atormentó, tan fuerte, que decidí que no saltaría.



Los chicos que me acompañaban lo hicieron, sin más. Quien no los conociera pensaría que eran unos locos osados. Y si, lo eran, pero también tenían miedo.

Decidí que lo pensaría y al otro día seguramente me tiraría. Darle a la razón un día más fue un gran error. Al otro día, había mutilado lo suficiente el instinto como para seguir en la misma tesitura y no querer saltar.

Y finalmente no me animé, no tendré nunca esa gran historia y por el contrario me estoy exponiendo a contar mis miedos (por suerte contar mis debilidades sí es un miedo superado, y un miedo menos al fin).

Entonces, repasando esta situación hoy me viene a la cabeza un pensamiento; los miedos van a estar siempre, nos acompañan, de cerca, sin perdernos de vista. Hoy no me arrepiento de no haber saltado. Pero soy conciente de que existe ese maldito miedo. Que estará allí hasta el día en que quiera enfrentarlo, mirarlo a los ojos y decirle sin que tiemble mi voz "ya no te tengo miedo".

Todo a su debido tiempo. Enfrentarnos con nuestros propios miedos es un proceso. Se que llegará el momento en que me hostigue su sombra, que me incomode su compañía. Se que llegará el momento en que saltaré.



Salto del puente por una osada.

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