Cajamarca es un pueblo encantador. El mismo se erige en un valle entre las sierras del centro del Perú.
LLegué a Cajamarca en medio de una huelga que había comenzado hace 15 días. El pueblo (y claro que cuando digo el pueblo es lo más pueblo del pueblo) se había proclamado en contra del Proyecto Conga (una explotación minera de capitales estadounidenses para obtener oro, cobre y según algunos otros uranio). Claro que en Cajamarca la minería no es novedad ya que Conga se uniría a la explotación ya existente de Yanacocha.
Entonces al grito de "si no hay solución habrá revolución", los ciudadanos de Cajamarca y sus alrededores esperaban con manifestaciones pacíficas en la playa la llegada de su alcalde, que se encontraba de tour por Europa (deconozco si eran cuestiones vinculadas a diplomacia, por ocio, o quizás ambos).
Lo destacable de la situación es que la minería sólo emplea al 10% de la población en Cajamarca y contribuye con un 20% al total de los ingresos de la región, ocupando el tercer puesto luego de la ganadería y el turismo.
Estos datos, como también lo es la tan conocida historia de las multinacionales agotando recursos en tierras ajenas y llevandose dinero en costales a sus casas matrices, resultan un tema de discusión que pasa a segundo plano cuando la estrella de los requerimientos del pueblo no es ni mas ni menos que el agua.
Los cajamarquinos no quieren que el agua se transforme en el transporte de los elementos de su destrucción, buscan evitar otro medio de sometimiento, de aniquilamiento de la tierra y la humanidad. Algo tan básico, que genera impotencia ver como deben alzarse en la lucha por algo que simplemente debería ser un derecho.
Cuando uno se enfrenta con estas cuestiones surgen algunos cuestionamientos, brota la conciencia por cuidar aquello que nos alberga durante el paso por nuestras vidas.
El ser viene inevitablemente ligado al perecer y entonces, la vida, se transforma en el lapso que transcurre entre dos hitos. El primero, feliz y sinónimo de buenos augurios, el segundo, triste y efímeramente inmortalizador. Y en el medio de ello, la vida, única y sencillamente un trozo de tiempo que nos ha sido cedido en un frasco alquilado. Un cuerpo ocupando un espacio prestado. Somos millones de envases perecederos con unos cuantos minutos a cuenta y una entrada gratis al mas maravilloso espectáculo de la tierra.
Entonces, si la tierra no es nuestra ¿cómo podemos creer que tenemos derecho a castigarla?¿que lugar le estamos dejando a nuestros predecesores?.
Me voy y la lucha sigue. Desde la ruta en plena madrugada, veo unas luces que se destacan en la oscuridad de la noche, se percibe una aureola con una tonalidad de un naranja intenso que ilumina el cielo y los alrededores de modo demoníaco. Es la mina de Yanacocha, que trabaja sin descanso y sin piedad.
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